En ocasiones hay situaciones que me hacen flipar en colores. Detallo la situación:
Bajaba la rampa del garaje comunitario cuando me encontré con un todoterreno estorbando el acceso hacia mi garaje. A su lado, entreabierta, la persiana de un garaje que se ve iluminado. Bajo del coche para pedir al dueño del coche, que supongo dentro, que por favor lo mueva y me encuentro en el interior con la siguiente escena familiar: un padre, treintañero, con sus dos hijos; el pequeño de unos 4-5 años y el mayor de unos 7, entretenidos en una actividad no muy habitual. ¡El niño mayor estaba cortando un tronco, entrenando, a semejanza de los aizkolaris (deporte rural vasco de corte de troncos) con un hacha de las de competición! ¡Con 7 años!
El padre movió el todoterreno, pasé y guardé el coche. Desde mi garaje hasta la puerta de salida me acompañó el TAK, TAK, TAK, de los hachazos que el niño seguía dando a su tronco de entrenamiento.
La obsesión con la que muchos padres viven el deporte para con sus hijos se me antoja muchas veces enfermiza. Está muy bien que los niños practiquen deporte ya que es muy necesario para su desarrollo, tanto físico como social, pero de ahí a las burradas que muchos padres empujan a hacer a sus hijos -como en este caso- para intentar que desde pequeños destaquen en una determinada especialidad (del gusto del padre, mas que del hijo en muchas ocasiones) va un gran trecho.
Y más si esto se aplica a los deportes rurales vascos, que destacan por su fuerza y dureza: además de los mencionados aizkolariak están los harrijasotzaileak (levantadores de piedra), segalariak (segadores), gizon probak (arrastre de piedra) y otros muchos en los que la fuerza bruta prima sobre otras habilidades.
TAK, TAK, TAK, no se puede quitar de la cabeza, siete años y entrenando con la aizkora (hacha)!
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