Al
llegar a cierta edad, rebobinar la cinta de los recuerdos para echar la vista
atrás es algo que cuesta mucho en múltiples ocasiones. Sin embargo, hay otras
que afloran en cualquier momento sin tener que hacer un esfuerzo de la memoria;
y a una de ésas me voy a remitir.
Todo el
mundo tiene recuerdos de la escuela: mejores, peores, alegres, inolvidables,
quizás alguno amargo, entrañables, imborrables…, pero estoy casi seguro
que prácticamente casi nadie tiene el
recuerdo concreto y exacto de lo que hizo en su primer día de escuela. Yo sí.
Tenía 5
años, y aunque en aquel entonces con esa edad todavía la escolaridad no era
obligatoria, empecé a la escuela. No era una de las típicas escuelas nacionales
de principios de los 60, sino una escuela de las que hoy denominaríamos “privada”.
En realidad se trataba de una maestra que
daba clases en su casa/piso a un grupo de alumnos de todas las edades (*).
Tengo
las imágenes en la retina: mi madre me acompaña hasta la casa de la Señorita
Miqueli, en un tercer piso, que desde la calle supone un quinto, me deja a
cargo de la maestra que me lleva a la clase llena de pupitres y de chavalería –en
realidad una habitación que da a la
plaza de la iglesia del barrio, enfrente a mi casa- , me sienta en la primera
fila y me deja un lápiz al lado de una hoja de papel en la que hay escrita una
fila de ceros, Os, círculos,
redondeles… que me dice debo copiar (ejercicio de motricidad fina, que diríamos
en la actualidad).
Ahí que
me puse a ello de la mejor manera posible, pero a medida que pasaba el tiempo
mi afán de imitar lo mejor posible aquellos signos iba diluyéndose y, poco a
poco, el tamaño de la grafía iba aumentando de tamaño hasta acabar rellenando
la hoja con no más de cuatro o cinco Os
en la última línea.
Cuando
la maestra vio el resultado de mi primer trabajo escolar, se sonrió y me echó
una pequeña regañina, pero…
¡Cosas
de niños!
(*) En
otra nueva entrada hablaré de las particularidades de la escuela de la Señorita
Miqueli.
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