La
Navidad, dada la cercanía del cambio de año es, entre otras cosas, época de
calendarios.
Calendarios
de ésos en lo que lo primero solemos mirar es como coinciden las fiestas y los
puentes del año venidero…
Calendarios
de los que nos regalaban con un mismo formato, cambiando únicamente la
ilustración del mismo, todos los establecimientos del barrio, la tienda de
ultramarinos, la carnicería, la pescadería, la peluquería y otros pequeños
comercios, y que permitían hacer su agosto particular en pleno invierno a la
pequeña imprenta del pueblo…
Calendarios
de aquellos que las entidades bancarias repartían a sus clientes en varios
formatos, desde el tamaño poster, el de pared, el de sobremesa, el de bolsillo,
y que en la actualidad cada vez se ven menos debido a tanto cajero automático y
banca on line, que hace que no pisemos una sucursal bancaria ni para pedir un préstamo…
Calendarios
de bolsillo que los chavales coleccionábamos cual naipes de baraja, y en los
que muchos de ellos llevaban los números no premiados de las cestas de Navidad
que muchos bares sorteaban entre su clientela…
Calendarios
sexis en los que, a pesar de la censura católico-franquista, al fondo de los
talleres de reparación de vehículos, podíamos ver a bellezas deslumbrantes ligeras
de ropa y enseñando partes de su agraciada anatomía femenina…
Calendarios
que nos regalaba gratuitamente el periódico de toda la vida, no como ahora que
hay que canjearlos por un vale relleno con los cupones que ha ido publicando a
lo largo de toda una semana…
Calendarios
que cuelgan de nuestras cocinas y en los que vamos anotando de diversos modos
multitud de referencias, avisos, recordatorios, fechas señaladas…
Calendarios
que hoja a hoja van desgranando el fluir de nuestra existencia…
Calendarios…
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