A veces
las comidas familiares sirven para algo más que para pasar un buen rato
alrededor de la mesa.
Y si
no, que me lo cuenten a mí, que en estas pasadas fiestas, en la comida de
Navidad en casa de mi hermano, me reencontré con un manjar que hacía más de 40
años que no había vuelto a degustar:
Las karrakelas.
Las karrakelas.
(Nosotros aquí las llamamos así por su nombre en euskera, pero también
son conocidas como caracolillos o bígaros).
Y que conste que yo no fui el único
en comentar el descubrimiento.
Fue
como volver a nuestros años mozos, aquellos en los que los días de fiesta
íbamos a San Sebastián a dar una vuelta, y al pasar por el muelle donostiarra (solo los turistas y foráneos lo llaman puerto) teníamos
por costumbre comprar un cucurucho de karrakelas
en la esquina de la cofradía de pescadores para hacer más llevadera la tarde.
Un cucurucho de papel en el que nos servían uno o dos vasitos de medida, según lo que se estaba dispuesto a gastar, y al que añadían el alfiler imprescindible para sacar de su concha el apreciado molusco y llevárnoslo a la boca.
En esta ocasión no atacamos las karrakelas con alfileres, sino con palillos de madera, pero dio lo mismo, fue una vuelta al sabor a mar que se fijó en nuestros paladares adolescentes y que por unos momentos revivimos en la comida de Navidad.
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