Esta
última temporada de lluvias que estamos padeciendo me ha traído el recuerdo de
una anécdota de mis tiempos infantiles.
Allá
por 1966, en Rentería, donde yo vivía, no había Instituto de Enseñanzas Medias,
por lo que si queríamos estudiar el entonces denominado Bachillerato Elemental,
teníamos que desplazarnos hasta San Sebastián, la capital de la provincia, a
unos ocho kilómetros.
Para
ello utilizábamos el llamado “Topo”; un ferrocarril eléctrico de vía estrecha
en el que en horas punta de mañana y tarde nos amontonábamos toda la chavalería
del pueblo y la de los limítrofes para acudir a los dos Institutos que había en
San Sebastián, uno para chicos –el Peñaflorida- y otro para chicas –el Usandizaga-, relativamente cercanos a la
estación de nuestro querido “Topo” en el barrio de Amara.
En el
“Topo”, uno de los lugares más codiciados por la chavalería para hacer el
viaje eran los “balcones”, los lugares de acceso a las máquinas y a los
vagones que quedaban abiertos al aire libre (ver foto).
En uno
de ellos me encontraba yo uno de los muchos días de sirimiri de aquellos inviernos, jugando con el paraguas hacia el
exterior de la máquina, cuando, de repente, y sin saber bien cómo, mi paraguas
se trabó con los setos que separaban las vías del paseo de Amara, y me
encontré, de buenas a primeras, únicamente con el mango del paraguas en la
mano. ¡Sólo con el mango de madera del paraguas!
Cuando
llegué a casa con mi mango de paraguas en la mano como testigo de mis “aventuras”,
me cayó una buena. Pero ahora, desde la perspectiva, creo que a mis espaldas
mis padres se debieron reír mucho por mi ingenuidad infantil.
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