Quien
más, quien menos, cuando vamos de viaje de vacaciones a un nuevo lugar
desconocido, volvemos con algún souvenir o recuerdo.
En
ocasiones estos souvenirs son algo físico
como figuritas, cerámicas, alimentos autóctonos (vinos, quesos, dulces…), si
bien en mi caso suelen ser otras cosas bastante diferentes (ver: “Souvenirs”).
Otras
veces -y es lo más normal- los recuerdos vuelven en forma de imágenes, cantidad de fotografías
sacadas en todos los lugares que hemos visitado y que quedan recogidas en
álbumes de fotos o en formato de vídeo.
Pero
hay otro tipo de recuerdos que son inmateriales,
intangibles, sin soporte físico
alguno y que van asociados a nuestros sentidos.
Pueden
estar relacionados con el gusto (platos típicos del lugar,
frutas exóticas, dulces de elaboración artesanal…), con el oído (sonidos agradables
como una canción determinada, el sonido de una cascada, las olas rompiendo
contra las rocas de una cala, los insectos nocturnos…, o sonidos más
desagrables (ver: “Ronquidos”), o con el olfato, y es aquí donde voy a
incidir hoy en esta entrada al blog.
Ha sucedido
hace unos días en nuestras vacaciones en Mallorca, concretamente en la visita a
las Cuevas del Drach. Allí nos tocó soportar los apestosos olores corporales
que desprendía un hediondo individuo caucásico -yo diría que de los países del
este- que por desgracia, coincidió en nuestro recorrido en barca por el lago
interior de las cuevas.
Hasta
dónde llegaba el asqueroso hedor que emanaba de él, que en la cola de acceso,
en la que todos íbamos en la típica aglomeración humana de hombro con hombro, a
su alrededor se formó una zona libre de gente ya que nadie podía aguantar la
peste que echaba aquel guarro.
Lo
dicho, un recuerdo oloroso que va a ser imborrable. ¡ GUARRO !
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