Cuando
por cualquier circunstancia oigo el nombre de David Bowie mi cerebro reacciona automáticamente y me trae a la
memoria el estribillo y los compases de una de sus canciones, que para mi ha
sido emblemática: “Rebel, Rebel”.
En
realidad no es que yo haya sido un gran seguidor de su música y discografía;
para mí siempreha sido un gran músico que ha estado ahí con mayor o menor
relieve; unas veces me han gustado las canciones que más sonaban en su momento
y en otras me ha pasado más desapercibido aunque de todas formas siempre le he reconocido su valía y su mérito como
innovador musical, si bien yo me he decantado más bien hacia otros territorios
musicales.
La segunda reacción de mi cerebro se dirige más hacia lo visual, en concreto a otra de las facetas que David Bowie cultivó: la de actor. Tengo marcado en mi mente el juego que se traía con unas bolas de cristal en la película “Dentro del laberinto” que me asombró particularmente, y la flema de militar australiano que presentaba en “Feliz Navidad, Mr. Lawrence”.
Así que, cuando el martes pasado me enteré de su muerte asumí que habíamos perdido un gran artista en el mundo de la música y del arte en general, y me puse manos a la obra para oír el legado que nos ha dejado con su último trabajo, publicado quasi post mortem (aunque llevaba un par de semanas pirateado en Internet).
Como todos sus trabajos, desde mi punto de vista, este último disco “Blackstar” tiene mucho de innovador con unas canciones que, de entrada, no son fáciles para el oído, pero que a medida que las vas escuchando hacen que conectes y disfrutes de su música.
Yo me quedo con la primera canción que da título al disco y en especial con su primera parte, que me ha resultado muy atrayente.
Portada de "Blackstar", su último disco
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