11 feb 2017

HISTORIAS DE LA P*** MILI (3) ¡Comida!



He de reconocer que durante muchos años fui lo que se llama “un mico comiendo”. El trabajo que dí en casa y lo que hice sufrir a mi ama y amona*, que eran quienes se afanaban en hacerme las comidas más llevaderas, poniéndome para comer casi en exclusiva los platos que me gustaban, es algo que ahora, desde la distancia, valoro de manera absoluta.

O sea que, mientras estuve en casa de adolescente y de joven, aunque tenía problemas con la comida, lo fui sobrellevando. El problema se presentó cuando me tocó hacer la mili; allí no había una familia que pudiera darme todos los mimos culinarios a los que estaba acostumbrado.

El proceso de adaptación fue duro.

Es notoriamente conocido que el rancho de los cuarteles militares no era, lo que se dice, algo que destacase por su calidad y variedad ni por su esmerada elaboración (a todos nos tocó pasar alguna vez por la cocina y veíamos lo que se trajinaba allí), por lo que, una vez aceptado por mi parte que el comedor del cuartel era lugar “non grato”, tuve que buscarme la vida para no morir de inanición.


En la época de la mili aprendí a comer, entre otras cosas, una variedad de bocadillos que ni hubiese pensado existieran con anterioridad: fríos y calientes, de una extensa variedad de embutidos de todas las clases y colores, de tortillas de todos los tipos e, incluso, de alimentos procedentes del enlatado (¡hasta de mejillones en escabeche!).

Otra de las variantes de mi sustento eran las tabernas especializadas. Yo hice la mili en Madrid, por lo que de esas había bastantes. Recuerdo en especial la zona  trasera de Sol en donde solía comer para cenar unas tortillas bravasque acompañadas por un par de cañas eran algo sublime (aun hoy en día en mis viajes regulares a Madrid, aunque hayan pasado casi cuarenta años, suelo buscar un tiempo para hacer una visita a esos lugares y comerme una tortilla brava, solo que ahora ya es más en plan degustación, que en plan supervivencia).

De vez en cuando, tocaba algún restaurante, económico, que no estaba la cartera para grandes derroches, y de aquel tiempo me he quedado con dos platos, la fabada asturiana, de un pequeño bar restaurante en la zona norte de Madrid, cercano a piso patera que teníamos, (que en realidad, visto desde la perspectiva del tiempo, no era más que una lata recalentada) y las pechugas de pollo a la Villaroy, que descubrí en un restaurante en la trasera de Opera.

De todas formas el plato estrella, tanto para mí como para muchos de los reclutas que estábamos cumpliendo la mili, era “el completo” (ver foto). No era un plato al que tuviésemos acceso todos los días, pero en cuanto podíamos, allá que nos íbamos por él.

Justo enfrente del cuartel, al final de la Calle Aturo Soria, había un bar que yo creo subsistía casi exclusivamente en base a los parroquianos militares habituales de enfrente. En el bar lo típico para todos nosotros era sentarnos a degustar con fruicción –hambre acumulada- un completo.
¡Aquello si que era el summum!, la tabla de salvación de nuestros estómagos naufragos y sin calorías.

(*) ama y amona = madre y abuela

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