24 sept 2017

DE PROFUNDIS

Me suele resultar chocante que muchas personas se nieguen a visitar cuevas, mausoleos o catacumbas alegando problemas de claustrofobia o miedos a lo subterráneo, y luego anden tranquilamente en Metro.
Es cierto que todos tenemos un cierto miedo atávico a la oscuridad de las profundidades de la tierra, aunque, como especie, hemos conseguido superarlo con el tiempo.
Las cuevas y grutas fueron refugio para la humanidad durante mucho tiempo en épocas duras, si bien propiciaron también grandes focos del arte paleolítico.
Hoy en día poca gente vive en cuevas, pero seguimos moviéndonos por las entrañas de la tierra con toda normalidad, y sin necesidad de ser espeleólogos, incluidas todas esas personas que no descenderían a una cueva o sima por todo el oro del mundo.
Sin embargo, con su billete en la mano, son capaces de moverse y desplazarse por el subsuelo urbano, coger trenes y metros subterráneos, a unas profundidades que sólo de pensarlas fríamente les darían repelús.
Pero es que los seres humanos somos así.
Yo suelo utilizar el Metro en mis viajes a Madrid, y siempre me llama la atención la cantidad de escaleras que hay que subir y bajar para desplazarse a las estaciones. Menos mal que muchas de ellas son automáticas porque en caso contrario sería un auténtico Via Crucis; con decir que en Cuatro Caminos se alcanza la mayor profundidad del sistema de Metro de Madrid (49 metros, una profundidad equivalente a la de 20 pisos bajo el suelo), queda todo dicho.
Como para subir y bajar “a pata”. Y además pensando que estás bajo tierra. ¡Yu-yu!

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