Lo
reconozco, yo también he tenido una guitarra.
Allá
por mis años mozos, en la preadolescencia, influido por el párroco de mi
iglesia, quien viendo mi afición a la música y animándome sobremanera, acabé
comprando –mi familia más bien- una guitarra.
Él fue quien empezó a enseñarme a
tocarla: la postura del cuerpo, a poner los dedos sobre las cuerdas, los
primeros acordes básicos (LA mayor, LA menor, RE mayor..) y las primeras
canciones básicas con no más allá de tres acordes.
Luego
vinieron los arpegios, los acordes más complicados y algunas canciones
populares de la época (“La casa del sol
naciente- The house of the rising sun”) así como punteos de grupos rockeros
(Led Zeppelin, Deep Purple,…), pero
la guitarra nunca llegó a llenarme del todo, además de que mis dedos parecían no estar muy adecuados para ello, por lo que la fui relegando poco a
poco hasta dejarla completamente de lado.
Es
cierto que me acompañó en muchos momentos y me sirvió para llenar muchos
momentos, pero ahí se quedó.
Todavía
la conservo, o eso creo, ya que la última vez que la ví hace unos años estaba
en su funda de similcuero amarillo en el fondo de un armario empotrado de casa.
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