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Una costumbre muy extendida entre todas las personas que viajan, sea por motivos laborales o, sobre todo, por vacaciones, es la de volver a casa con algún recuerdo del lugar visitado: el típico souvenir. Y como esto es algo sabido, existe todo un montaje comercial alrededor; tiendas dedicadas en exclusiva a la venta de souvenirs de la localidad o de la zona, amén de los establecimientos comerciales que venden de todo, sea local o no, son habituales en los lugares turísticos.
Yo prefiero llevarme mis propios recuerdos en forma de fotografías; suelo sacar cantidad de fotos que luego, tras un proceso de selección, se convierten en álbumes de fotos impresas. Me parece algo mucho más positivo y práctico.
De todas formas, a veces también caigo en el ritual de compras, sobre todo porque a las mujeres de mi familia sí que les gusta andar de tiendas y de compras por los lugares que visitamos, aunque hay algo que en casa tenemos super claro: huir de todo aquello que lleve escrito o rotulado el “Rdo. de …” (no hay cosa más horrible ni kitsch que eso) y de todo lo que abulte o pese en exceso. Por ello, de comprar algo, en general es algo pequeño y curioso, nada parecido al típico sombrero mexicano, la alfombra árabe o la ensaimada mallorquina, por ejemplo.
Además, cuando puedo, procuro llevarme algún recuerdo auténtico y original del lugar por el que he pasado, aunque sea algo sin valor. Me explico. Como se puede ver en las fotos, cuando se da la ocasión recojo del suelo del lugar algún pequeño trozo de piedras, minerales… que sé a ciencia cierta son autóctonos, no algo manufacturado “made in Taiwan”. A estos si que se les puede llamar verdaderos souvenirs.
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