Los
faros son lugares que tienen la facultad de provocar en mí la capacidad de
evocación y de fantasía: faros en los que se desafía a la bravura del mar con
sus temporales amenazadores y olas gigantescas; luces que en la oscuridad de la
noche tormentosa indican a los navíos donde se encuentra la línea de costa para
evitar que encallen y naufraguen contra las rocas; la figura del farero azotada
por el viento manteniendo encendida la luz a pesar de las circunstancias
adversas de la meteorología…
En fin, una imagen bastante romántica y literaria,
pero que añadida a los lugares agrestes en los que se ubican hacen que los
faros sean lugares especiales y únicos.
A lo
largo de mi vida, he vivido siempre en una zona costera y quizás imbuído por
mis lecturas infantiles, los faros han tenido para mí una especial atracción.
Aún hoy en día, cuando viajo por ahí de vacaciones, si tengo la oportunidad no
dejo de visitar los faros de las localidades que visito. Es algo que tiene casi
un carácter de ceremonial.
En mi relación
con los faros recuerdo especialmente mis incursiones de adolescente con los
amigos al Faro de la Plata en
Pasaia, desde donde se puede ver uno de los paisajes más espectaculares de
nuestra costa guipuzcoana, aunque también he estado en todos los demás faros
de nuestra costa, si bien siempre desde el exterior, sin poder acceder a su
interior e instalaciones por tener el acceso restringido.
Algunas
noches, desde mi casa, y aunque el monte Santa Bárbara me lo oculta de una
visión directa, puedo ver el reflejo de las luces del faro de Getaria
adentrándose en la lejanía del mar Cantábrico lo cual hace que una brisa de
ensoñación me acompañe.
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