Cuando
yo era un chaval vivía en Rentería (Gipuzkoa), en Alaberga, un barrio de nueva
construcción de aquellos que promovía “la Sindical” (Obra Sindical del
Hogar).
Era un
barrio que estaba edificado sobre una colina con una ladera de pendiente muy
pronunciada, que miraba hacia el pueblo, y hacía que el barrio quedara dividido
en dos zonas muy separadas, una alta que coronaba la colina y otra baja a la
entrada de la población; entre medias, y a un lado, se alzaba una tercera zona
lateral en la que se ubicaban las escuelas públicas y otro conjunto de casas
alrededor.
Nuestro barrio tenía -y sigue teniendo- lo que hoy denominaríamos grandes ”zonas verdes”, es decir, contaba con amplios espacios vírgenes de vegetación que, por la gran pendiente de la colina, no habían sido tocados por la obra realizada en la construcción de las viviendas.
En uno de
ellos se ubicaba un pequeño bosquecillo compuesto por arbustos, zarzas y una
serie de árboles menores de porte, que constituían lo que la chavalería del
lugar denominábamos “el Cuerno” debido
a la forma curva que tenía.
Todos
los veranos, llegadas las vacaciones escolares, nuestras incursiones en el
Cuerno eran casi cotidianas. Qué mejor espacio que un bosque para disfrutar, vivir
aventuras y para construir chabolas que nos servían de entretenimiento y
refugio de las inclemencias del tiempo, tanto para darnos sombra como para
resguardarnos de las lluvias veraniegas ocasionales.
El
hacer una chabola era algo en lo que los chavales ocupábamos mucho tiempo,
siempre tratando de hacerlas lo más resistentes e impermeables posible. Allí
dentro nos sentíamos a gusto y a salvo de las miradas de familias que nos
controlasen. En ellas nos iniciamos en actividades que tenían para nosotros un
toque de adultos: fumar los primeros cigarrillos, mirar revistas sexis, hacer
fogatas… Y es precisamente esta última actividad la que hoy traigo a colación.
Uno de
aquellos veranos de chabolas en el Cuerno (no podría precisar la fecha, 1963-64-65
tal vez) tuvimos un incidente con las fogatillas que solíamos hacer de vez en
cuando. El fuego se nos fue de las manos y, aunque hicimos todo lo posible por
apagarlo, se propagó de manera rápida ladera arriba por prácticamente todo el
bosque. Tuvimos que salir corriendo pero no nos pasó nada. ¡Quemamos nuestro
bosque!
Menos
mal que la vegetación se recuperó enseguida y para el siguiente verano
los chavales del barrio volvíamos a construir chabolas en nuestro querido Cuerno.
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