30 ene 2016

HISTORIAS DE LA *** MILI (1) La apuesta de tiro



Hasta que hice la mili yo no había disparado un arma de fuego en la vida; a lo más que me había acercado eran las escopetas de balines en las casetas de feria en las fiestas del pueblo. Por lo tanto se puede decir que mi experiencia con armas era, prácticamente, nula. Pero con el servicio militar cambió.


En el campamento de reclutas hicimos prácticas de tiro real con el cetme: 20 disparos en dos tandas de diez. Ni que decir tiene que no me seleccionaran para tiradores de élite ni de lejos.


Una vez en el destino definitivo, en Madrid, también salimos al campo de tiro de la sierra un par de veces, pero para entonces yo ya estaba adscrito a la oficina del comandante de mi compañía y me limitaba a acompañarle mientras supervisaba el desarrollo de las prácticas de tiro, llevando solamente una pistola Star, mientras que el resto de los soldados se dedicaba a pegar tiros y utilizar el variado material del que disponía la compañía (morteros, ametralladoras, lanzacohetes, lanzallamas y cetmes).


Con el comandante se movían el resto de oficiales de la compañía, entre los que destacaba por rango e idiosincrasia el capitán. Era éste un personaje que derrochaba prepotencia y altanería por los cuatro costados, si bien con las personas de los círculos próximos mostraba una faz más amable. Y ahí en medio me encontraba yo.


En una de estas prácticas de tiro nos apareció el capitán haciendo ostentación de una carabina que se había comprado a nivel particular, y con la que quería hacer prácticas de tiro. Mandó poner un blanco (una pequeña cajita de cartón de balas) sobre un talud de tierra a unos 40-50 metros, y allí empezó a pegar tiros, no sólo él, sino también un par de oficiales más, intentando hacer puntería y dar en el susodicho blanco; pero, ni por esas, ninguno acertaba.



En éstas, se me vuelve y me dice pasándome la carabina:

-          A ver, Izar, venga, dispara. Si le das tienes un “franco de ría” para esta semana.

-          Deje, deje, mi capitán, que eso ya lo tengo sin tener que pegar tiros – le contesté- y además, que yo soy muy malo en esto.

-          Pues entonces un “franco de ría especial” (esto ya suponía un permiso de casi tres días) ¡Venga! A que no le das.


Eso ya era más tentador, o sea que, sabiendo que no tenía nada que perder, cogí la carabina y haciendo gala de un postura de tiro que iba contra todos los cánones correctos, mientras se tronchaban de risa conmigo, apunté, disparé y … dí en el blanco!


La cara que puso el capitán fue un poema, pero enseguida se repuso y comenzó a bromear sobre mi suerte y demás. Pero le quedaba el resquemor y me siguió incitando a seguir con la apuesta.

-          ¡A que no le das otra vez!

-          Para qué, mi capitán, que ya tengo el “franco”. ¡Bien!

-          Pues entonces una semana de permiso. ¡A que no!


Yo sabía perfectamente que mi primer acierto había sido una mera chiripa y que iba a fallar seguro el siguiente disparo. Pero me animé a disparar pensando que así el capitán, al ver mi fallo, recuperaría la honrilla, podría seguir jactándose de su nueva arma y yo me libraría de posibles repercusiones no deseables en el ámbito militar.


Como era de esperar, fallé el segundo tiro –aunque por muy poquito- y las aguas volvieron a su cauce.

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