Hasta
que hice la mili yo no había disparado un arma de fuego en la vida; a lo más
que me había acercado eran las escopetas de balines en las casetas de feria en
las fiestas del pueblo. Por lo tanto se puede decir que mi experiencia con
armas era, prácticamente, nula. Pero con el servicio militar cambió.
En el
campamento de reclutas hicimos prácticas de tiro real con el cetme: 20 disparos en dos tandas de
diez. Ni que decir tiene que no me seleccionaran para tiradores de élite ni de
lejos.
Una vez
en el destino definitivo, en Madrid, también salimos al campo de tiro de la
sierra un par de veces, pero para entonces yo ya estaba adscrito a la oficina
del comandante de mi compañía y me limitaba a acompañarle mientras supervisaba
el desarrollo de las prácticas de tiro, llevando solamente una pistola Star, mientras
que el resto de los soldados se dedicaba a pegar tiros y utilizar el variado
material del que disponía la compañía (morteros, ametralladoras, lanzacohetes,
lanzallamas y cetmes).
Con el
comandante se movían el resto de oficiales de la compañía, entre los que
destacaba por rango e idiosincrasia el capitán. Era éste un personaje que
derrochaba prepotencia y altanería por los cuatro costados, si bien con las
personas de los círculos próximos mostraba una faz más amable. Y ahí en medio
me encontraba yo.
En una
de estas prácticas de tiro nos apareció el capitán haciendo ostentación de una
carabina que se había comprado a nivel particular, y con la que quería hacer prácticas
de tiro. Mandó poner un blanco (una pequeña cajita de cartón de balas) sobre un
talud de tierra a unos 40-50
metros, y allí empezó a pegar tiros, no sólo él, sino
también un par de oficiales más, intentando hacer puntería y dar en el
susodicho blanco; pero, ni por esas, ninguno acertaba.
En
éstas, se me vuelve y me dice pasándome la carabina:
-
A ver, Izar, venga, dispara. Si
le das tienes un “franco de ría” para esta semana.
-
Deje, deje, mi capitán, que eso
ya lo tengo sin tener que pegar tiros – le contesté- y además, que yo soy muy
malo en esto.
-
Pues entonces un “franco de ría
especial” (esto
ya suponía un permiso de casi tres días)
¡Venga! A que no le das.
Eso ya
era más tentador, o sea que, sabiendo que no tenía nada que perder, cogí la
carabina y haciendo gala de un postura de tiro que iba contra todos los cánones
correctos, mientras se tronchaban de risa conmigo, apunté, disparé y … dí en el
blanco!
La cara
que puso el capitán fue un poema, pero enseguida se repuso y comenzó a bromear
sobre mi suerte y demás. Pero le quedaba el resquemor y me siguió incitando a
seguir con la apuesta.
-
¡A que no le das otra vez!
-
Para qué, mi capitán, que ya
tengo el “franco”. ¡Bien!
-
Pues entonces una semana de
permiso. ¡A que no!
Yo
sabía perfectamente que mi primer acierto había sido una mera chiripa y que iba
a fallar seguro el siguiente disparo. Pero me animé a disparar pensando que así
el capitán, al ver mi fallo, recuperaría la honrilla, podría seguir jactándose
de su nueva arma y yo me libraría de posibles repercusiones no deseables en el
ámbito militar.
Como
era de esperar, fallé el segundo tiro –aunque por muy poquito- y las aguas
volvieron a su cauce.
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