Como a
finales de los 60 en Rentería no había Instituto de bachillerato, teníamos que
ir a Donosti a estudiar, en mi caso al Instituto Peñaflorida. Para ello no nos
quedaba otra opción que utilizar el Topo. Cuatro viajes al día
durante los nueve meses lectivos; sacad la cuenta y da de sí para anécdotas varias.
Lo que
narro a continuación más que una anécdota pudo llegar a tener visos trágicos:
Con
nuestros 13-14 años éramos varios –alguna chica incluída- los que nos dedicábamos
a saltar del Topo en marcha antes de que éste parase en las estaciones,
aprovechando la reducción de la velocidad del ferrocarril. Es más, yo –y algunos
otros conmigo- llegamos a bajarnos en marcha a la altura de la curva de la iglesia de la Sagrada Familia en Amara, prácticamente
enfrente del Insti al que íbamos a estudiar.
Teníamos
a nuestro favor la inconsciencia adolescente y la falta de miedo –que no
respeto- para con nuestro amigo el Topo.
Pero…
(siempre hay un pero en estas historias) en un ocasión, un mediodía, llegando a
la estación de Rentería, disputando el puesto para saltar en marcha con otros
como yo, una chica me dio un empujón y caí rodando al andén introduciéndome bajo
el tren junto a las vías.
En un
acto reflejo cerré las piernas y extendí el brazo derecho que sujetaba mi
cartera con los libros a lo largo de mi eje corporal sobre mi cabeza y me arrimé
lo más posible a la base de cemento del andén alejándome del raíl por el que circulaba la máquina.
Por un momento intenté levantar
la cabeza para ver mi situación pero el borde inferior de la máquina me la rozó,
por lo que tuve que agacharme quedándome totalmente inmóvil mientras veía las ruedas pasar hasta que
el
Topo paró completamente.
Alguien
–creo que un joven- me cogió del muslo y de la espalda y me sacó de un tirón
por el reducido espacio entre el vagón y el andén, y salí disparado del lugar antes de
que nadie empezase a hacer preguntas o tener que dar explicaciones.
Después
de comer –todavía la noticia no había llegado a casa, aunque luego ¡llegó!, cómo
no!- volví a la estación y cogí el Topo para ir a las clases de la
tarde pensando en que habría algún inspector –“pica”- que seguramente me echaría
la gran bronca, pero no, las únicas repercusiones de mi caída a las vías del Topo
las tuve en casa, de parte de mi madre. Pero eso es ya otra historia.
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